Tres historiadores franceses y un vasto equipo de
especialistas rastrearon la cambiante percepción social sobre el papel
del hombre a través de los tiempos.
Por Luisa Corradini.
Forjado
por los mitos, las religiones y la política; transformado por las
guerras, las ciencias y el feminismo, el concepto de virilidad ha
constituido durante siglos el orgullo del hombre, al amalgamar los
atributos que se han considerado distintivos del varón: fuerza,
autoridad, proezas sexuales y dominación. Jaqueado por la vertiginosa
evolución contemporánea, desde hace tiempo este concepto parece estar
perdiendo terreno. Ese repliegue descorrió poco a poco el espeso telón
que, a través de las épocas, permitió disimular una realidad
inconfesable. ¿Y si a fin de cuentas la virilidad sólo hubiera sido una
trampa a lo largo de la historia? El sociólogo Pierre Bourdieu
(1930-2002) ya había señalado en La dominación masculina
(1998): "La virilidad, entendida como capacidad reproductiva, sexual y
social pero también como aptitud para el combate y el ejercicio de la
violencia, es, ante todo, un peso".
En un trabajo apasionante, cuarenta especialistas
reunidos para realizar una enciclopedia sobre el "hombre viril" invitan
al lector a comprender la construcción y la deconstrucción de esa
noción, desde la Antigua Grecia hasta nuestros días. La obra fue
dirigida por los historiadores Alain Corbin, Jean-Jacques Courtine y
Georges Vigarello, y publicada por Seuil. Después de leer sus tres
tomos, que totalizan 1800 páginas, la sensación del lector es que el
ideal del vir latino (origen de la palabra "virilidad", es decir, la cualidad de "verdadero hombre") termina francamente maltrecho.
Desde lo más recóndito de la historia, afirman los tres
académicos, existe la representación de un "etos viril, hegemónico,
basado en un ideal de fuerza física, firmeza moral, potencia sexual y
dominación masculina". El proyecto de los responsables de esta historia
cultural fue demostrar cómo, a partir de esa matriz, los modelos han
variado a lo largo del tiempo, de acuerdo con los diversos contextos
sociales. Los títulos de cada uno de los tres volúmenes que integran
esta Historia de la virilidad corresponden a las etapas centrales que distinguen en esa evolución: el primero, Invención de la virilidad, abarca desde la Antigüedad hasta el Siglo de las Luces; el segundo, Triunfo de la virilidad, el siglo XIX, y el tercero, ¿Virilidad en crisis?, el siglo XX y lo que va del XXI.
Al comienzo fueron guerreros, héroes, patriarcas,
seductores? En una palabra, todos "verdaderos" varones. Sin embargo, con
el correr de los siglos, el hombre abandonó poco a poco ese lastre.
¿Para reemplazarlo por qué? Ésa es toda la cuestión. Probablemente por
nada.
De la virilidad conquistadora de Julio César a la
virilidad imprudente (o impúdica) de Dominique Strauss-Kahn, el poder
-ya sea político, económico o intelectual- siempre estuvo acompañado por
un atributo, la potencia, sin que nadie supiera muy bien cómo
definirlo. Al trazar la tortuosa historia de la transformación del ideal
viril en las sociedades occidentales, estos tres volúmenes,
generosamente ilustrados, explican hasta qué punto esa noción está
ligada al poder. Tan ligada que Juana de Arco o Margaret Thatcher son a
veces todavía más viriles que los hombres.
Porque la virilidad no es una cualidad exclusiva del
hombre. Los recientes debates en torno a la teoría de los géneros para
saber si las diferencias sexuales son previas al nacimiento subrayaron
la importancia de la cuestión. Parafraseando a Simone de Beauvoir, uno
no nace viril, deviene en ello. Eso es, en todo caso, lo que surge de
esta "suma homológica" dirigida por tres hombres.
Varones, tembleques y pedofilia
En la Antigüedad, como en la edad clásica, la virilidad
"no se buscaba en un diálogo con la mujer", afirma Georges Vigarello
[ver entrevista aparte]. Cada uno a su manera, griegos y romanos tenían
una concepción de la virilidad bastante? original, vista desde una
perspectiva actual. Maurice Sartre, gran especialista en la Antigüedad
helénica, subraya el "carácter pedófilo" de la educación griega.
Además de aprender el manejo de las armas y a resistir
el sufrimiento, los adolescentes (de entre 12 y 17 años) eran sometidos a
la "protección" de un preceptor-amante. Para los griegos adultos -sobre
todo, para los poderosos-, el eros masculino era signo de distinción.
De ninguna manera los amores masculinos eran considerados infames.
Encerradas en el gineceo, las esposas legítimas estaban destinadas a la
reproducción, sometidas a la autoridad del marido, que buscaba con más
frecuencia el placer sexual en prostitutas o esclavos, masculinos o
femeninos, o en relaciones adulterinas fuera del espacio patriarcal.
En la Antigüedad, masculinidad y virilidad parecen
haber estado indefectiblemente ligadas, aunque eran distintas. En
Esparta, por ejemplo, había dos categorías de ciudadanos, como explica
el historiador Maurice Sartre: los hombres "verdaderos" y los llamados
"tembleques". La virilidad era una idea central de la sociedad y la
reputación de hombre viril había que merecerla. Así, todo hombre que
había esquivado un combate era considerado un "tembleque" y condenado al
ostracismo. Pero tenía la posibilidad de redimirse en otro
enfrentamiento y recuperar así su reputación de viril.
Lo importante, tanto entre los griegos como entre los
romanos, era que la formación de "lo viril" pasaba por la aceptación de
una dominación, sobre todo sexual: la virilidad consistía en satisfacer
los propios deseos. Para Sócrates, dejarse sodomizar era para los
varones púberes un rito iniciático que les permitía acceder a esa
virilidad.
Los romanos también parecen haber sido adeptos a una
sexualidad desenfrenada. Orgías y otras fiestas eran ocasión para todo
tipo de excesos. El vir era un marido y un varón activo, cuyas
hazañas sexuales eran fuente de prestigio. El desprecio con que Suetonio
decía que Julio César era el "marido de todas las mujeres y la mujer de
todos los maridos" nunca alcanzó para ensombrecer su prestigio militar y
político. "En Roma, la virilidad se caracterizaba, antes que nada, por
una sexualidad activa y no pasiva, donde -para decir las cosas con más
precisión, ya que muchos rechazan la idea de una actitud ?pasiva'-, el
miembro ?pasivo' de una pareja nunca lo era totalmente. El hombre era
aquel que penetraba sexualmente, sean cuales fueran el modo de
penetración y la persona penetrada", escribe Jean-Paul Thuillier.
Del medioevo al Siglo de las Luces
La relación entre "dominación" y "virilidad" padeció
una primera ruptura en la temprana Edad Media, cuando la Iglesia
católica prohibió la sodomía y la importancia otorgada al sexo quedó
relegada en beneficio de una nueva encarnación de la dominación: el
caballo, la armadura y la lanza. Calificada por Georges Vigarello de
"fuerza bruta y dominación indiscutida", la virilidad, a lo largo de la
Edad Media y el Renacimiento, se fue adaptando a la evolución de la
moral, las costumbres y el refinamiento que paulatinamente se
instauraron en las cortes de los poderosos. Coraje, gloria, honor,
autocontrol, elegancia y prestancia se volvieron sus atributos. No
obstante, como señala Arlette Farge, es necesario distinguir entre los
medios populares y los aristocráticos. La historiadora describe los
placeres de la gente simple, libertina pero no exenta de violencia
cuando se trataba de "la viril captación de la mujer". En todo caso,
"cazar, bailar, batirse a duelo, embriagarse en la taberna y correr
detrás de las jóvenes" eran las actividades principales del hombre
medieval.
Más tarde, los caballeros de los siglos XVI y XVII se
consagraron al arte de la danza para seducir a la mujer. Se vestían con
sedas, pelucas y encajes, pero no dejaban de poner en valor la bragueta,
rellena, colorida y a veces hasta adornada con un moño. Así, a pesar de
su fuerte valor intrínseco, la virilidad conoció profundas variaciones
en sus manifestaciones culturales y sociales. En El libro del cortesano
(1528), del diplomático italiano Baldassare Castiglione (1478-1529), o
en la obra de Pierre de Bourdeille, alias Brantôme (1535-1614), el
concepto sólo aparece como una muestra de elegancia en el uso de nuevas
armas para las cuales era necesario tener un cuerpo más ágil y
deportivo. La sociedad parecía entonces alejarse de la violencia: el rey
de Inglaterra Jacobo I (1566-1625) aconsejaba a su hijo que dejara de
participar en juegos peligrosos como los torneos. Por el contrario,
decía, "es necesario controlar a su caballo y dominar a su mujer".
La pintura da ejemplos de esa evolución de las
"exigencias" de la virilidad. El retrato de Carlos V en la batalla de
Mühlberg realizado por el Tiziano (1548) muestra los atributos
medievales: armadura, caballo que comienza a galopar, lanza y mirada
hacia el infinito. Las representaciones de Luis XIV hechas por Hyacinthe
Rigaud (1659-1743), por el contrario, revelan a un rey vestido de seda,
con jabot y peluca: tiene un aire mucho más afeminado, pero su mirada
traduce una "virilidad política".
Michel de Montaigne observó en su momento esos cambios
de los modelos de virilidad. El gran escritor francés era partidario de
desterrar algunas violencias de la virilidad "a la antigua": entre 1565 y
1590 escribió contra los duelos (hubo que esperar hasta 1625 para que
una ordenanza los prohibiera). Pero al mismo tiempo, en sus Ensayos
calificó las nuevas armas de "armas de mujer" (es verdad que los
cortesanos que se enfrentaban a punta de florete daban la impresión de
estar bailando). Y fue más lejos. En sus reflexiones sobre los modelos
de virilidad, Montaigne planteó que "el salvaje" (indoamericano) era un
tipo de hombre específicamente viril. Fue uno de los primeros filósofos
que se negó a "considerar a los salvajes como niños": "Tienen una
nobleza particular y una fuerza sin duda superior a la nuestra", afirmó.
El cuerpo de esos hombres considerados primitivos fascinaba a Europa
aun cuando, para muchos autores, no entraban en el marco fijado por la
religión ni en las reglas de comportamiento occidentales.
En el siglo XVIII, la reflexión sobre la autoridad y la
dominación política cambió la percepción de la virilidad que, por
primera vez, fue cuestionada con auténtica originalidad. En ese momento
se comenzó a poner en duda la todopoderosa autoridad patriarcal; esa que
había existido en Esparta o en la época de los caballeros, y que exigía
una obediencia total al paterfamilias . En efecto, con el
Iluminismo, la figura del padre -autoridad natural- se transformó en
símbolo del déspota: "¡Padres, padres! Yo sólo veo tiranos", decía
entonces Diderot. Los intelectuales comenzaron a interrogarse sobre la
forma en que la sociedad quería imponer sus códigos y surgió la cuestión
de la igualdad. ¿Por qué, por ejemplo, seguir tratando a la mujer como
un ser inferior? Para muchos autores, es verdad, siguió siendo un objeto
para procrear, mientras que en las nuevas formas de describir la
anatomía se aseguraba que el dispositivo de fecundación de ambos sexos
provocaba inevitablemente diferencias radicales. Y aunque en los salones
las mujeres se imponían y dominaban la conversación, esa aparición del
"yo femenino" también fue ahogada rápidamente por nuevas reglas
sociales, como aquellos vestidos cerrados, extremadamente ajustados por
corsés, de los que algunos pensadores incitaban a las mujeres a
liberarse.
La virilidad majestuosa
Fue necesario esperar al siglo XIX para ver una
virilidad erigida en virtud suprema. Fue su época de oro. Un momento que
Alain Corbin conoce bien por haber estudiado sus rincones más
insospechados en busca de mentalidades, sensibilidades y prohibiciones.
Después de los cuestionamientos del siglo anterior, el siglo XIX comenzó
con la afirmación de una "virilidad majestuosa", escribe. Las
diferencias anatómicas entre hombres y mujeres determinaban más que
nunca la función social de cada uno: la mujer educaba a los niños, el
hombre afrontaba hacía política. Ser viril, en aquel siglo del ejército y
la industria, era combatir, pero también emprender.
En el cuartel, la fábrica o el café -esos lugares en
que los hombres se reunían "entre ellos"-, el varón musculoso se
pavoneaba contando sus hazañas, tanto guerreras como sexuales. El
cazador, el explorador, el héroe deportivo o militar eran figuras
aclamadas. Los aristócratas y los nobles celebraban esas "misas" en
clubes para caballeros. En el pensionado o el colegio, el jovencito era
obligado a endurecerse y demostrar su naciente virilidad. En un contexto
de guerras coloniales, la conscripción obligatoria y hasta la creación
de batallones escolares exaltaban una virilidad asociada al culto del
héroe y de la victoria. Esa nueva inflexión tuvo efectos visibles
incluso en el espacio y el medio ambiente: la extensión industrial
reorganizó la fisonomía de la ciudad y del paisaje. Por su parte, el
colonialismo encarnó la idea de que Occidente debía dominar a las otras
civilizaciones.
Pero el siglo XIX tuvo en realidad dos caras: una
heroica -la del militar o la del sabio, como Louis Pasteur- y otra más
oscura, con la aparición de una sospecha de impotencia, la amenaza de un
retroceso de la sociedad, pues las ciudades estaban inundadas por el
éxodo del campo y devastadas por los problemas de alcoholismo y
prostitución. Esa corriente pesimista y subterránea alimentó durante
todo el siglo la preocupación de los fisiólogos y médicos higienistas,
obsesionados por el temor a la degeneración. La masturbación y la
homosexualidad se transformaron en tabúes absolutos. El modelo viril en
esa época fue enérgico, autoritario, valiente. Su contramodelo era el
cobarde, el impotente y el sodomita.
Alain Corbin explica esa "influencia máxima de la
virtud viril" por el trabajo de todos aquellos que trataban de codificar
y jerarquizar la vida social. El "serás un hombre, hijo mío" en el
célebre poema "If", de Rudyard Kipling (1865-1936), fue el grito de
adhesión a esa especie convencida de haber logrado, por fin, dominar la
Creación. Pero ese combate con la naturaleza y esa exaltación de la
expansión colonial conducirían, no obstante, a la muerte.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, la
virilidad pasó a asociarse con el fin del hombre, el desastre, como lo
prueban los rostros hirsutos de los soldados, símbolo de coraje, pero
también de miedo, conjunción de barro y sangre. El pelo, justamente, fue
durante siglos atributo de la virilidad. El ejemplo del jugador de
rugby francés Sébastien Chabal -como los de cantidad de futbolistas
argentinos- demuestra que el mito heredado del hombre de las cavernas
todavía perdura en el subconsciente, si no colectivo, al menos
publicitario.
La guerra de 1914-1918 modificó profundamente la
simbología del combatiente. "En Verdún, los combates de la Gran Guerra
destruyeron definitivamente en pocas semanas la puesta en escena de la
virilidad guerrera. Al tropismo del cuerpo erguido sucedió el del cuerpo
acostado. Ante el diluvio de plomo y acero provocado por el armamento
moderno, los soldados, aterrorizados, no tenían otra solución más que
tirarse al suelo y quedarse allí, encogidos, durante largas horas",
escribe Stéphane Audoin-Rouzeau. Con el retorno de centenares de miles
de inválidos, amputados, desmembrados no sólo de brazos y piernas, sino
con frecuencia castrados por la metralla, la Primera Guerra Mundial dio
un serio golpe al ideal "militar-viril", exaltado en las proezas
guerreras.
A ese cambio, que hizo tambalear el prestigio de la
virilidad, se sumaron otros no menos importantes en el frente laboral,
sobre todo entre las dos guerras mundiales: el avance del maquinismo, la
burocratización de las sociedades urbanas, el creciente desempleo
engendrado por la crisis (1929) provocaron una descalificación de la
figura del trabajador. A pesar de todo, aquel modelo arcaico dominante,
inscripto en los roles sociales, las representaciones y la cultura de
las imágenes, perduró hasta bien entrado el siglo XX. "¡De rodillas las
chicas!" seguido de "¡De pie los hombres!" marcaba el rito de iniciación
de los paracaidistas franceses durante la guerra de Argelia todavía en
los años 1960, recuerda Stéphane Audoin-Rouzeau.
En otras palabras, aunque los valores tradicionales
permanecieron, los esquemas de dominación del hombre sobre la mujer
habían cambiado: en el trabajo como en el deporte, la mujer logró ocupar
sitios hasta ese momento reservados a los hombres. Las mujeres antes
tenían carne, ahora tenían músculos, como lo demuestra La Fiesta del
Músculo, que organizaron en 1919 en el Jardín de las Tullerías de París.
En El trigo verde , de Colette, el personaje de Vinca es a la
vez vigoroso, bronceado y musculoso. Otro ejemplo: cuando un periódico
deportivo le preguntó a Suzanne Lenglen, primera francesa victoriosa en
Wimbledon en 1919, cómo hacía para tener tanto éxito, ella respondió
que, decepcionada por el tenis que jugaban las mujeres, había comenzado a
entrenarse para jugar como un hombre.
Así, las cualidades que fundamentan la idea de
virilidad comenzaron a ser compartidas por ambos sexos. Pero las cosas
nunca fueron definitivas. Precisamente en el mismo momento, el barón
Pierre de Coubertin (1863-1937), responsable de la resurrección de los
Juegos Olímpicos, afirmaba que las mujeres no debían practicar deportes
pues no eran aptas para las actividades viriles. Y no obstante, tal vez
sea justamente en el terreno de los deportes donde los atributos de la
virilidad resulten más confusos. Coraje, estética, espíritu de
competencia pertenecen tanto a hombres como a mujeres. La diversidad de
cualidades ligadas a la virilidad siempre existió en el deporte: los
pesados y los livianos, los rápidos y los lentos, los elegantes y la
fuerza bruta. Y esa diversidad está presente en ambos sexos: se decía
que la ciclista francesa Jeannie Longo era como un varón, mientras que
el futbolista inglés David Beckham inauguró la era de los
"metrosexuales". En ese terreno, hombres y mujeres pueden reivindicar
cualidades equivalentes.
La virilidad fascista
Fascistas y nazis hicieron del hombre su piedra
angular. La mujer es para ellos (en este caso, mejor escribirlo en
presente) un ser relativo. ¿Qué mejor ejemplo que el discurso
pronunciado por Adolf Hitler en septiembre de 1934 ante los miembros de
la Organización de Mujeres Nacional Socialistas?: "El mundo de la mujer
se limita a su marido, su familia, sus hijos y su hogar", afirmó.
En el universo totalitario, el hombre es un absoluto:
fuente de todo valor moral, encarna la esencia del fenómeno fascista.
Desde 1922 en Italia y 1933 en Alemania, la definición de la virilidad
no toleró ningún matiz, posición intermedia o transición: la mezcla era
reprobada, la indefinición, proscripta y sólo la virilidad químicamente
pura era aceptada.
La exclusión de la femineidad naturalmente implica
también el repudio de los afeminados. Trazar una línea divisoria
hermética y rígida entre el hombre y la mujer supone rechazar toda
connotación de hibridación. Esto explica la penosa suerte de los
homosexuales en Alemania a partir de 1933. Las razones del odio nazi a
la homosexualidad fueron múltiples: una tradición de discriminación bien
anclada en las culturas y religiones occidentales, los prejuicios y
rechazos de la época victoriana y el argumento angustioso, casi
aterrador, del derrumbe de la natalidad nacional. No contento con
ofrecer el ejemplo de una biología contra natura, el homosexual privaba a
la raza del uso legítimo de sus órganos reproductores, desviados de su
función.
Si el precio de esas patológicas obsesiones no hubiera
sido tan alto, la lamentable virilidad orquestada por los fascismos
podría ser hoy motivo de risa. Lo cierto es que esa representación del
varón es indisociable de un contexto histórico reciente, origen de la
gran vulnerabilidad psíquica y física de los hombres.
El espectro de la desvirilización
A partir de los años 1960-1970, las mujeres adquirieron
derechos en la esfera privada, se aventuraron en el ámbito público y la
violencia masculina fue condenada por la ley. Cada una de esas etapas
representó un golpe a la dominación masculina, fustigada a través de la
imagen del macho.
Si bien el espectro de la desvirilización representó
siempre una inquietud recurrente, jamás estuvo tan presente como en la
actualidad en las preocupaciones de psicoanalistas, filósofos y
ensayistas que deploran un ocaso del poder masculino, la pérdida de
autoridad paterna e incluso el aumento de la impotencia sexual. ¿Acaso
el hombre viril es una especie en vías de extinción? La opinión de los
autores no es tan rotunda. La liberación cultural, por ejemplo, instauró
una mayor competencia entre hombres. La libre difusión de la
pornografía valoriza las imágenes de hombres muy viriles. Un estudio de
Stéphane Audoin-Rouzeau sobre las mujeres militares (presentes en las
fuerzas armadas a partir de los años 70) muestra que, aun bajo la
apariencia de la igualdad de sexos, el papel de los hombres sigue
estando diferenciado del de las mujeres (con frecuencia mantenidas lejos
del frente de combate).
La historiadora y feminista Christine Bard subraya la
atracción permanente de las mujeres por la virilidad. Si antes luchaban
contra una virilidad violenta y poco respetuosa del otro sexo, en la
actualidad combaten más bien el sexismo. Hoy se habla más de
masculinidad que de virilidad, una masculinidad despojada de la
misoginia y del falocentrismo. Una cosa es segura: en el gran escaparate
de las identidades sexuales actuales, donde es posible encontrar tanto
mujeres viriles como padres definitivamente maternales, está cada vez
más devaluada la imagen del macho dominador, insensible y "que sólo
piensa en eso".
No obstante, sería absurdo hablar de un crepúsculo del
pene. El cuerpo nunca estuvo tan presente en las pantallas. "El hombre
viril no camina: muestra su cuerpo", explica Jean-Jacques Courtine.
Basta con detenerse en todo aquello que puede ser calificado de viril:
un miembro, un apretón de manos, un gesto, una apariencia? Aunque todo
eso se ha transformado -a la fuerza sucedió la fragilidad; a la
autoridad, la inestabilidad; al control, la hesitación-, es considerado
viril todo aquello que tiene alguna relación con el cuerpo y casi
ninguna con el intelecto. Si bien es posible adivinar en algunas
personas ciertos "pensamientos viriles", nunca se hablará de
espiritualidad o de sabiduría viriles.
"En los suburbios pobres, en los llamados ?barrios
difíciles' de las grandes ciudades, surgió con fuerza la cuestión de la
violencia urbana a partir de la década de 1990. En el centro de esa
violencia, a veces real y otras imaginaria, la cultura viril está
encarnada en la figura de los ?granujas o vagos' y representada como
exclusivamente...agresiva', como lo demuestran tanto el cine europeo
como el estadounidense", escribe Christelle Taraud.
En la actualidad, el ADN de la virilidad se fabrica en
los laboratorios de Pfizer. El Viagra devolvió energía a los miembros
fatigados. Una virilidad con prescripción médica, pero sin prescripción
de edad (o casi). Las pequeñas píldoras azules nos ponen frente a una
hipermasculinidad contemporánea que pasa del enlarge your penis
de Internet a la violencia de las actitudes contra las mujeres en
ciertos medios sociales. La dimensión griega antigua de la sabiduría en
la virilidad se esfuma para dejar paso a la voluntad de potencia. "La
virilidad está siempre, necesariamente, en estado de crisis. Lo está
cada vez que la realidad contradice ese ideal de poder que la impotencia
niega; cada vez que la historia real manifiesta factores de
desestabilización de la potencia masculina que supone la virilidad. Es
decir, en forma permanente", constata Jean-Jacques Courtine. "El ideal
de la virilidad sólo puede permanecer intacto a condición de borrar la
historia", precisa.
"El objetivo del mito es proponer un modelo lógico para
resolver una contradicción", escribió el antropólogo Claude
Lévi-Strauss. Se podría agregar en este caso que el mito viril sirve
para responder a la irresoluble contradicción entre el deseo de
omnipotencia y el fantasma de la impotencia masculina. En realidad, toda
la base social tradicional de la virilidad cambió en los últimos cien
años: el trabajo en la fábrica o en el campo fundamentaba la
representación del trabajo viril. Hoy, la desaparición de las bases
profesionales tradicionales y el desarrollo del sector terciario
redistribuyeron los roles: con frecuencia, hombres y mujeres ocupan las
mismas funciones.
Lo importante es que -según los autores de esta
historia cultural- la virilidad siempre estuvo en posición de
fragilidad, aun cuando, a pesar de las grandes rupturas, perduraron
ciertas características del pasado. Courtine se interroga, por ejemplo,
sobre el culto de la musculatura viril en Estados Unidos, donde el body building reina en todas partes, engendrando un mercado del cuidado del cuerpo de gigantescas proporciones.
Ese culto de la virilidad, presente en el corazón de
los años 1930 y la Gran Depresión, tuvo por sucesora en la década de
1970 la musculatura patriótica, representada por Sylvester Stallone o
Arnold Schwarzenegger. Hoy, la persecución de ese mito de potencia
absoluta es, antes que nada, el síntoma de una virilidad que se busca a
sí misma. Es mucho más que la historia de los hombres. Es la historia de
sus representaciones y, sin duda, la historia de sus incertidumbres..
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