Castillo de Killingworth, 21 de septiembre de 1327 · Eduardo II, rey
de Inglaterra, es asesinado de la forma más cruel pensable por su esposa
y el favorito de ella.
Nunca Júpiter enloqueció por Ganímedes como el rey por el maldito
Gaveston”, se queja la esposa abandonada. Así de claro aborda Marlowe
la homosexualidad de Eduardo II, rey de Inglaterra, en su drama del
mismo nombre. Para los especialistas en estudios de género, es la
primera vez que se presenta directamente un protagonista gay en la
literatura occidental, y además se defiende su opción citando ejemplos
de grandes personajes: Sócrates y Alcibíades, Alejandro Magno y
Hefestión o los héroes míticos Aquiles y Patroclo. Para los críticos
literarios, la obra de Marlowe es el precedente y modelo para los dramas
históricos de Shakespeare. Pero por muchos méritos que tenga la
creación dramática de Marlowe, no es más que un veraz reflejo de algunas
de las más tremebundas convulsiones de la historia de Europa.
Nefastos
sucesos presidieron el reinado de Eduardo II Plantagenet. Inglaterra
perdió Escocia, el equilibrio entre poderes se rompió, unas veces
estando el rey en manos de los barones, otras imponiéndose el
absolutismo real sobre nobleza y Parlamento, en una sucesión de guerras
civiles que acabaron con el derrocamiento de Eduardo. Y en todo caso el
monarca fue motivo de escándalo, no ya porque tuviese amores
homosexuales, sino por consentírselo todo a sus amantes, corrupción
económica y despotismo político. No es el capricho de Eduardo hacia el
bello Gaveston lo que irrita a un noble en el drama de Marlowe, sino que
“hombre tan bajamente nacido medre tanto gracias al favor de su
soberano y se haga con los tesoros del reino”.
El final del
periodo fue un estrambote acorde con su truculencia. Eduardo II no solo
perdió la corona y la vida, cosa no rara en la Edad Media, sino que fue
víctima del regicidio más espantoso que se ha conocido en Occidente. Su
amante padeció un suplicio igualmente horroroso. Y, por último, pagarían
su horrendo crimen los responsables, la reina Isabel, llamada la Loba
de Francia y su favorito, sir Roger Mortimer.
El reinado de Despencer.
Ya
se sabe que los matrimonios regios siempre han sido asunto de Estado y
que raramente preside el amor la vida conyugal de la realeza. Sin
embargo, cualquier monarca al que le hubiera tocado casarse con Isabel
de Francia se habría sentido atraído por su esposa, pues era una
auténtica belleza. Atraído si le gustaban las mujeres, que no era el
caso de Eduardo II.
Ya desde la juventud, siendo príncipe de
Gales, el hijo de Eduardo I y Leonor de Castilla demostró su debilidad
por el propio sexo. Su padre, considerado un buen rey por la historia de
Inglaterra, intentó enmendarlo desterrando al mejor amigo del príncipe,
un joven gascón llamado Piers Gaveston. Para hacer de su hijo un
hombre, Eduardo I se lo llevó consigo a la guerra contra los escoceses,
pero el rey, que era ya anciano, enfermó durante la campaña y murió.
Antes de expirar le dio una lección de virilidad a su heredero: le dijo
que no enterrase su cadáver, sino que lo hirviese hasta que quedasen los
huesos pelados, y que llevara estos despojos como estandarte contra los
escoceses, no enterrándolos hasta que venciera al enemigo.
En vez
de cumplir el testamento paterno, Eduardo II lo enterró normalmente,
abandonó la campaña y corrió a refugiarse en los brazos de su amado
Gaveston, un hombre guapo y atlético, según las crónicas. Así se perdió
Escocia y comenzó el escándalo real.
Gaveston subió como la
espuma, acumuló riquezas y títulos y llegó a ser nombrado regente cuando
Eduardo se fue a Francia para casarse. La nobleza no podía soportar el
ascenso del advenedizo, la reina francesa lo odiaba porque por su culpa
Eduardo no le hacía caso –aunque Isabel tuvo cuatro hijos, desde el
primer momento de su matrimonio se quejó a su padre por el abandono en
que la tenía su marido- y tras varios pulsos políticos para
neutralizarlo, Gaveston fue asesinado.
Los nobles justificaron su
crimen diciendo que Gaveston llevaba al rey a la locura, y
efectivamente, su reacción ante la muerte del amado fue la misma que
tuvo Juana la Loca cuando murió su marido. Eduardo retuvo junto a sí el
cadáver de Gaveston, negándose a darle sepultura durante varias semanas.
Luego procedió a la venganza contra los nobles que habían conspirado
para matarlo, y contra la Iglesia, que lo había excomulgado. “Con
sacerdotes muertos haré henchir el cauce del Tíber”, amenaza Eduardo en
el drama de Marlowe.
El sucesor de Gaveston como objeto del deseo real fue sir Hugh Despencer, de una noble familia inglesa de la que descendía la princesa Diana de Gales, Lady Di.
Si Gaveston provocó la inquina de los barones, Despencer le superó,
porque su dominio del favor real fue aún mayor, hasta el punto de que
los historiadores se refieren a esta etapa como “el reinado de
Despencer”. Volvieron a abatirse sobre Inglaterra las querellas
internas, la guerra civil, pero esta vez intervino un enemigo más letal
para Eduardo: la Loba de Francia, su propia esposa.
Aprovechando
que Eduardo la había enviado a París para una misión diplomática cerca
de su hermano, el rey francés, Isabel se declaró en rebeldía. Tenía con
ella una buena baza, su hijo el príncipe de Gales, el futuro Eduardo
III, que permitiría legitimar la rebelión, y pronto se le unió uno de
los barones más destacados, sir Roger Mortimer, que había logrado escapar de la Torre de Londres. Mortimer y la Loba de Francia eran abiertamente amantes.
La
intrigante pareja, el hijo revirado contra el padre y un ejército
mercenario reclutado en Francia invadieron Inglaterra, mientras que el
pueblo de Londres se sublevó contra el odioso “reinado de Despencer” y
empezó a linchar a nobles y obispos leales a Eduardo. A este no le quedó
más remedio que huir con su amante a los confines de la isla, al País
de Gales, pero allí fueron capturados por los nobles que les perseguían.
Ajustes de cuentas.
Llegó
el momento del ajuste de cuentas, que fue despiadado. Los amotinados
quisieron darle un castigo ejemplar a Despencer, que había osado ser rey
sin corona de Inglaterra. Después de diversas humillaciones y sevicias,
se le aplicó una múltiple ejecución que se utilizaba en delitos de alta
traición: fue ahorcado, aunque no hasta morir, para poder aplicarle
luego las penas de castración, destripamiento y descuartizamiento. En
1970 se encontraron sus restos en la Abadía de Hulton.
Más
peliagudo era deshacerse de Eduardo, pues la persona del rey era sagrada
en la antigua monarquía. Lo encarcelaron en Westminster hasta que
entregó las insignias reales, corona y cetro, a los representantes del
Parlamento, para que pudiesen proclamar con legitimidad nuevo rey a su
hijo, Eduardo III. Luego su esposa demostró ser una auténtica loba, pues
ideó una forma de matarlo que a la vez sería la más cruel pensable y no
dejaría huellas.
En la tragedia de Marlowe, el asesino Lightborne
(portador de la luz en inglés, que es el mismo nombre que Lucifer),
ordena a sus guardianes que calienten una barra de hierro al rojo vivo, y
que extiendan a Eduardo sobre una mesa, pero que no lo sujeten
demasiado fuerte, para no dejarle marcas. Aunque no se dan más detalles,
parece que le pusieron un tubo de cobre en el ano, para que el hierro
no dejara quemaduras externas, y lo empalaron. Así pudieron decir que
había fallecido de muerte natural.
Sin embargo, no les valió el
subterfugio. Cuando Eduardo III llegó a la mayoría de edad castigó a los
culpables. A su madre la encerró de por vida y el amante de la reina, sir Roger Mortimer, fue colgado en la horca de Tyburn pese a ser noble, y dejado allí en exposición para el morbo popular.
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