Mario Gatti
Enehache.com
Las prácticas homosexuales son tan
antiguas como la humanidad, sin embargo, el término homosexualidad recién fue
creado en 1869, cuando se empezaba a crear el concepto de orientación sexual.
Hasta entonces, se creía que cualquier
persona podía realizar actos homosexuales, es decir, que estos actos no fueron
considerados exclusivos de un grupo de personas, por lo que no era necesario
designar ninguna categoría que los incluyera: nadie tenía una identidad
homosexual.
No quiere decir que no hubiera habido
personas que mantuvieran exclusivamente relaciones sexuales con personas de su
mismo sexo, sino que no se los designaba con un nombre específico
En la antigua Grecia por ejemplo, se
tenía por válido que cualquier ciudadano prefiriera el amor de los muchachos al
de las mujeres, y eso era totalmente compatible con casarse y trasmitir su
propiedad a su descendencia. De hecho lo esperable era que un hombre tuviera a
la vez una esposa y mantuviera una relación con un muchacho. La diferencia
entre los dos amores era que se idealizaba el dirigido hacia un joven, al que
se le reconocían cualidades que lo diferenciaban del amor por las mujeres.
Tanto los griegos como los romanos
mantuvieron la vida sexual de sus ciudadanos fuera del alcance de las
instituciones estatales, en Grecia no se castigaba ninguna conducta y en Roma,
tan sólo se prohibió a los adultos cortejar en la vía pública a los futuros
ciudadanos romanos, y penetrar a un esclavo por deudas si antes había sido
ciudadano romano.
En ninguna de las dos culturas se vio la
necesidad de designar con una palabra específica a quien prefiriera mantener
relaciones homo o heterosexuales, antes bien, ponían el ojo en el rol sexual
que se jugaba en esas relaciones.
La difusión del cristianismo impulsó la
idea de que el placer sexual era algo casi pecaminoso, y sobre todo, se adoptó
la idea de que lo “natural” era que el fin de la sexualidad era la procreación.
En consecuencia, se designó de modo diferente las prácticas que la evitaban, y
que eran muchas más que las relaciones homosexuales.
El término acuñado fue sodomía, que en
el medioevo englobaba la masturbación, el coitus interruptus
heterosexual, cualquier forma de sexo oral, el coito intercrural (entre los
muslos) y cualquier posición que no fuera el hombre encima y la mujer debajo,
porque por entonces se creía que otra posición disminuía las posibilidades de
procreación, y por supuesto, el coito anal.
Esto no ha impedido que llegaran hasta
hoy una serie de cartas y poemas de amor mutuo entre monjes de los siglos X y
XI, provenientes del seno de los monasterios, donde vivían casi todos los que
sabían leer y escribir.
La sodomía fue condenada y perseguida
con más fuerza después, incluso con la muerte en la hoguera. Tengamos presente
que hasta el siglo XI la Iglesia no había impuesto el celibato
eclesiástico.
Pero la palabra “sodomita” -que
designaba a quien practicaba las conductas antedichas- no era en absoluto sinónimo
del término actual “homosexual”. Y pese a que el Renacimiento fue acompañado de
una mayor tolerancia hacia las prácticas homosexuales, tampoco le puso un
nombre específico a quienes las practicaban con exclusividad.
Otro cambio de la época fue que la sodomía
pasó a ser considerada un delito, es decir que la represión pasó de la órbita
eclesiástica a los estados. Sin embargo, de todas las manifestaciones que
tenía, la más perseguida fue la de prácticas sexuales entre hombres. Al
avanzar la Edad Moderna, su castigo fue aligerado y muchas veces se
limitó al encierro. En ese encierro convivieron con los sodomitas, locos,
epilépticos, contrahechos, blasfemos, sifilíticos –antes de los antibióticos,
la sífilis producía parálisis y locura- y libertinos.
La medicina de la época fue tomando el
control de todos ellos, percibiéndolos como enfermos. Esto no implicó que los
sodomitas dejaran de ser pecadores, pero sí que se fue conformando una
identidad en torno suyo porque, por un lado, se fueron excluyendo de la sodomía
a todo lo que no fuera el coito anal, y por otro porque la medicina fue
estableciendo categorías y pretendió dar descripciones “objetivas” sobre estos
hombres para mejor “tratarlos” desde mediados del siglo XIX.
Para defenderse del ataque médico y del
ataque jurídico, los homosexuales de entonces tomaron la palabra intentando ser
tomados como personas normales. Fue en ese contexto que el húngaro Benkert creó
el término “homosexual” en 1869, a partir del cual surgieron el de
heterosexual y bisexual. Es decir que es en la seguda mitad del siglo XIX
cuando cristaliza en Occidente la noción de orientación sexual, tal como la
conocemos ahora.
Sin embargo, sobre la orientación sexual
hay división de opiniones. El relato que hemos hecho corresponde a los llamados
constructivistas, para quienes la conducta sexual viene determinada por la
cultura en que vive una persona. Es decir, que no hay un guión predeterminado
de la sexualidad humana. Por ello, si en una cultura se dan prácticas
homosexuales, pero esas prácticas no se acompañan de una identidad específica
homosexual, no se puede hablar de homosexualidad.
Para otros, llamados esencialistas, en
cada persona existe una cualidad innata e inmutable que dirige su vida erótica
hacia personas del mismo o del otro sexo, o más raramente, hacia los dos. Y
esto, en cualquier cultura y en todos los tiempos. Para ellos, los factores
culturales moldean la forma de expresión de esta esencia, pero no la
construyen. Es decir que para ellos los homosexuales existen desde siempre: un
griego de la antigüedad que prefiriera los muchachos a las mujeres, era un
homosexual, aunque ni siquiera existiese una palabra que lo designase.
Si para los esencialistas hay un ser
interior que existe antes que lo social y constituye la experiencia humana,
para los construccionistas, la biología condiciona y limita lo que es posible,
pero no es la causa de los modelos de vida sexual.
Tras una intensa controversia en la
década de los 90 sobre la concepción de la homosexualidad, en el siglo XXI el
debate está agotado. Los sociólogos e historiadores se inclinan por las tesis
construccionistas, mientras que los que buscan en la genética la explicación de
la conducta humana siguen apegados al esencialismo.
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